<div class="header">
      <h1>Hacia La Ciudad Espléndida</h1>
      <h2>Nobel Literature Prize Lecture</h2>

      <h3 class="authors">
          <span class="author">Pablo Neruda</span>
      </h3>
      <hr>
      <p class="article-summary recursive-mono-linear">Nobel Lecture, December 13, 1971. From Les Prix Nobel en 1971, Editor Wilhelm Odelberg, [Nobel Foundation], Stockholm, 1972</p>
      <hr>
  </div>
  <article class="article--two-cols">
      <div class="article--content recursive-sans-casual">
          <p>Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes
              al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos
              hasta tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza
              el norte nevado del planeta.</p>
          <p>Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos,
              hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques
              cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los
              signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo
              buscábamos en ondulante cabalgata &#8211; eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos,
              requerios inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien &#8211; el derrotero de mi propia libertad. Los que me
              acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros,
              montados en sus caballos, marcaban de un machetazo aquí y allá, las cortezas de los grandes árboles, dejando
              huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino.</p>
          <p>Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las
              grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran
              una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una
              creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia
              de mi misión.</p>
          <p>A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e
              ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por
              las tremendas tormentas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete
              pisos de blancura.</p>
          <p>A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos
              de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos
              túmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para
              siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las
              cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coniferas inmensas,, desde los robles cuyo último
              follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una
              tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
          </p>
          <p>Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan
              su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad
              que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los
              caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente
              por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por
              mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos
              que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa :</p>
          <p>&#8211; Tuvo mucho miedo?</p>
          <p>&#8211; Mucho. Creí que había llegado mi última hora &#8211; dije.</p>
          <p>&#8211; Ibamos detrás de usted con el lazo en la mano &#8211; me respondieron.</p>
          <p>&#8211; Ahí mismo &#8211; agregó uno de ellos &#8211; cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo
              mismo con usted.</p>
          <p>Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o
              un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada,
              de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los
              desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras; más de una vez me vi arrojado
              del caballo y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el
              vasto, el espléndido, el difícil camino</p>
          <p>Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como una singular visión, llegamos a una
              pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres,
              rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje</p>
          <p>Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de
              sagrada tuvo aún la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del
              recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno
              por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda
              destinada a toscos ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las
              órbitas del toro muerto.</p>
          <p>Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e
              iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella
              circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera
              imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que
              había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.</p>
          <p>Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a
              las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación
              humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer
              vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al claror de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la
              habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras
              del techo un humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos
              acumulados por quienes los cuajaron en aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos
              hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de
              las brasas y de la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de
              amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de
              donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida. Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del
              fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego
              cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos
              pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos
              acogió en su seno.</p>
          <p>Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos,
              bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornada que me separarían de aquel eclipse de
              mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos
              empujaba hacia el gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los
              montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el
              techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro
              ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese &#8220;nada más&#8221;, en ese silencioso nada
              más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.</p>
          <p>Señoras y Señores:</p>
          <p>Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni
              siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si
              he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y
              en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna
              parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para
              explicarme a mí mismo.</p>
          <p>En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las
              aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por
              parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad
              del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo está sostenido &#8211; el
              hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesía &#8211; en una comunidad cada vez más extensa,
              en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera la poesía
              los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí
              al cruzar un río vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora
              de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros
              seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví
              o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad, los versos que experimenté en aquel
              momento, las experiencias que canté más tarde.</p>
          <p>De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad
              inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar
              la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar
              torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de
              la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.</p>
          <p>En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de
              la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones
              tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de
              ellos se detuvo en acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podía gastarse la vida defendiéndose de
              recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales
              extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de
              concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para
              entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos: y esto rige para todas las épocas y para
              todas las tierras.</p>
          <p>El poeta no es un &#8220;pequeño dios&#8221;. No, no es un &#8220;pequeño dios&#8221;. No está signado por un
              destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta
              es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. El cumple su
              majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, como una obligación
              comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia
              convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de
              la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de su mercadería: pan, verdad,
              vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su
              ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta
              tomará parte, los poetas tomaremos parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera.
              Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio
              que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.</p>
          <p>Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me recondujeron al error,
              unos y otras no me permitieron &#8211; ni yo lo pretendí nunca &#8211; orientar, dirigir, enseñar lo que se llama
              el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos
              vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer,
              surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a
              la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la
              transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que
              matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que
              posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el
              edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el
              fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si
              suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de
              un tembladeral de hojas, de barro, de nubes, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación
              opresiva.</p>
          <p>En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado
              de llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y
              &#8211; al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación crítica en un mundo deshabitado y,
              no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores &#8211; sentimos también el compromiso de
              recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los
              anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como truenos. Necesitamos colmar de
              palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la
              razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circumstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi
              retórica, no vendrían a ser sino actos los más simples del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos
              quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo:
              cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signo de reunión donde se cruzaron los caminos, o corno
              fragmento de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.</p>
          <p>Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi
              actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos
              fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de
              América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con
              sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios
              a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara y levante objeciones amargas o amables, lo cierto
              es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la
              oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no
              saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres
              integrales.</p>
          <p>Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más
              puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que
              de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.</p>
          <p>Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanzas solitarias. En todo
              hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la
              velocidad de la historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquier forma al
              pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia
              me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi
              país? Hay que mirar al mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del
              espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se nieguen a compartir el pasado de oprobio y de saqueo
              que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.</p>
          <p>Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes que reiterar la adoración hacia el
              individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a
              trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza, cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos
              recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la
              fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las
              ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.</p>
          <p>Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta
              profecía: &#8220;<i>A l&#8217;aurore, armes d&#8217;une ardente patience, nous entrerons aux splendides
                  Ville</i>s&#8221;. &#8220;Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas
              ciudades&#8221;.</p>
          <p>Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el Vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos
              los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y
              lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta
              aquí con mi poesía, y también con mi bandera.</p>
          <p>En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas que el entero
              porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: sólo con una <i>ardiente paciencia</i> conquistaremos la
              <i>espléndida</i> ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.
          </p>
          <p>Así la poesía no habrá cantado en vano.</p>
      </div>

  </article>
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    <p>Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes
      al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos
      hasta tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza
      el norte nevado del planeta.</p>
    <p>Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos,
      hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques
      cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los
      signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo
      buscábamos en ondulante cabalgata &#8211; eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos,
      requerios inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien &#8211; el derrotero de mi propia libertad. Los que me
      acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros,
      montados en sus caballos, marcaban de un machetazo aquí y allá, las cortezas de los grandes árboles, dejando
      huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino.</p>
    <p>Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las
      grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran
      una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una
      creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia
      de mi misión.</p>
    <p>A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e
      ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por
      las tremendas tormentas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete
      pisos de blancura.</p>
    <p>A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos
      de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos
      túmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para
      siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las
      cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coniferas inmensas,, desde los robles cuyo último
      follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una
      tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
    </p>
    <p>Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan
      su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad
      que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los
      caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente
      por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por
      mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos
      que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa :</p>
    <p>&#8211; Tuvo mucho miedo?</p>
    <p>&#8211; Mucho. Creí que había llegado mi última hora &#8211; dije.</p>
    <p>&#8211; Ibamos detrás de usted con el lazo en la mano &#8211; me respondieron.</p>
    <p>&#8211; Ahí mismo &#8211; agregó uno de ellos &#8211; cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo
      mismo con usted.</p>
    <p>Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o
      un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada,
      de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los
      desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras; más de una vez me vi arrojado
      del caballo y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el
      vasto, el espléndido, el difícil camino</p>
    <p>Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como una singular visión, llegamos a una
      pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres,
      rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje</p>
    <p>Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de
      sagrada tuvo aún la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del
      recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno
      por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda
      destinada a toscos ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las
      órbitas del toro muerto.</p>
    <p>Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e
      iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella
      circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera
      imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que
      había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.</p>
    <p>Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a
      las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación
      humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer
      vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al claror de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la
      habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras
      del techo un humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos
      acumulados por quienes los cuajaron en aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos
      hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de
      las brasas y de la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de
      amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de
      donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida. Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del
      fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego
      cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos
      pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos
      acogió en su seno.</p>
    <p>Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos,
      bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornada que me separarían de aquel eclipse de
      mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos
      empujaba hacia el gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los
      montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el
      techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro
      ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese &#8220;nada más&#8221;, en ese silencioso nada
      más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.</p>
    <p>Señoras y Señores:</p>
    <p>Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni
      siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si
      he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y
      en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna
      parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para
      explicarme a mí mismo.</p>
    <p>En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las
      aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por
      parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad
      del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo está sostenido &#8211; el
      hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesía &#8211; en una comunidad cada vez más extensa,
      en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera la poesía
      los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí
      al cruzar un río vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora
      de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros
      seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví
      o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad, los versos que experimenté en aquel
      momento, las experiencias que canté más tarde.</p>
    <p>De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad
      inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar
      la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar
      torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de
      la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.</p>
    <p>En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de
      la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones
      tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de
      ellos se detuvo en acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podía gastarse la vida defendiéndose de
      recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales
      extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de
      concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para
      entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos: y esto rige para todas las épocas y para
      todas las tierras.</p>
    <p>El poeta no es un &#8220;pequeño dios&#8221;. No, no es un &#8220;pequeño dios&#8221;. No está signado por un
      destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta
      es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. El cumple su
      majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, como una obligación
      comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia
      convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de
      la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de su mercadería: pan, verdad,
      vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su
      ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta
      tomará parte, los poetas tomaremos parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera.
      Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio
      que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.</p>
    <p>Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me recondujeron al error,
      unos y otras no me permitieron &#8211; ni yo lo pretendí nunca &#8211; orientar, dirigir, enseñar lo que se llama
      el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos
      vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer,
      surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a
      la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la
      transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que
      matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que
      posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el
      edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el
      fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si
      suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de
      un tembladeral de hojas, de barro, de nubes, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación
      opresiva.</p>
    <p>En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado
      de llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y
      &#8211; al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación crítica en un mundo deshabitado y,
      no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores &#8211; sentimos también el compromiso de
      recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los
      anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como truenos. Necesitamos colmar de
      palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la
      razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circumstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi
      retórica, no vendrían a ser sino actos los más simples del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos
      quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo:
      cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signo de reunión donde se cruzaron los caminos, o corno
      fragmento de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.</p>
    <p>Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi
      actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos
      fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de
      América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con
      sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios
      a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara y levante objeciones amargas o amables, lo cierto
      es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la
      oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no
      saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres
      integrales.</p>
    <p>Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más
      puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que
      de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.</p>
    <p>Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanzas solitarias. En todo
      hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la
      velocidad de la historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquier forma al
      pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia
      me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi
      país? Hay que mirar al mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del
      espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se nieguen a compartir el pasado de oprobio y de saqueo
      que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.</p>
    <p>Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes que reiterar la adoración hacia el
      individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a
      trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza, cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos
      recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la
      fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las
      ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.</p>
    <p>Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta
      profecía: &#8220;<i>A l&#8217;aurore, armes d&#8217;une ardente patience, nous entrerons aux splendides
        Ville</i>s&#8221;. &#8220;Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas
      ciudades&#8221;.</p>
    <p>Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el Vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos
      los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y
      lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta
      aquí con mi poesía, y también con mi bandera.</p>
    <p>En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas que el entero
      porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: sólo con una <i>ardiente paciencia</i> conquistaremos la
      <i>espléndida</i> ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.</p>
    <p>Así la poesía no habrá cantado en vano.</p>
    </div>

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