<div class="header">
<h1>Hacia La Ciudad Espléndida</h1>
<h2>Nobel Literature Prize Lecture</h2>
<h3 class="authors">
<span class="author">Pablo Neruda</span>
</h3>
<hr>
<p class="article-summary recursive-mono-linear">Nobel Lecture, December 13, 1971. From Les Prix Nobel en 1971, Editor Wilhelm Odelberg, [Nobel Foundation], Stockholm, 1972</p>
<hr>
</div>
<article class="article--two-cols">
<div class="article--content recursive-sans-casual">
<p>Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes
al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos
hasta tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza
el norte nevado del planeta.</p>
<p>Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos,
hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques
cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los
signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo
buscábamos en ondulante cabalgata – eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos,
requerios inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien – el derrotero de mi propia libertad. Los que me
acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros,
montados en sus caballos, marcaban de un machetazo aquí y allá, las cortezas de los grandes árboles, dejando
huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino.</p>
<p>Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las
grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran
una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una
creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia
de mi misión.</p>
<p>A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e
ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por
las tremendas tormentas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete
pisos de blancura.</p>
<p>A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos
de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos
túmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para
siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las
cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coniferas inmensas,, desde los robles cuyo último
follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una
tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
</p>
<p>Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan
su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad
que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los
caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente
por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por
mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos
que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa :</p>
<p>– Tuvo mucho miedo?</p>
<p>– Mucho. Creí que había llegado mi última hora – dije.</p>
<p>– Ibamos detrás de usted con el lazo en la mano – me respondieron.</p>
<p>– Ahí mismo – agregó uno de ellos – cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo
mismo con usted.</p>
<p>Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o
un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada,
de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los
desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras; más de una vez me vi arrojado
del caballo y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el
vasto, el espléndido, el difícil camino</p>
<p>Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como una singular visión, llegamos a una
pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres,
rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje</p>
<p>Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de
sagrada tuvo aún la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del
recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno
por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda
destinada a toscos ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las
órbitas del toro muerto.</p>
<p>Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e
iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella
circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera
imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que
había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.</p>
<p>Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a
las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación
humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer
vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al claror de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la
habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras
del techo un humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos
acumulados por quienes los cuajaron en aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos
hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de
las brasas y de la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de
amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de
donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida. Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del
fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego
cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos
pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos
acogió en su seno.</p>
<p>Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos,
bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornada que me separarían de aquel eclipse de
mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos
empujaba hacia el gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los
montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el
techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro
ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese “nada más”, en ese silencioso nada
más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.</p>
<p>Señoras y Señores:</p>
<p>Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni
siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si
he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y
en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna
parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para
explicarme a mí mismo.</p>
<p>En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las
aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por
parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad
del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo está sostenido – el
hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesía – en una comunidad cada vez más extensa,
en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera la poesía
los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí
al cruzar un río vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora
de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros
seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví
o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad, los versos que experimenté en aquel
momento, las experiencias que canté más tarde.</p>
<p>De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad
inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar
la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar
torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de
la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.</p>
<p>En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de
la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones
tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de
ellos se detuvo en acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podía gastarse la vida defendiéndose de
recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales
extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de
concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para
entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos: y esto rige para todas las épocas y para
todas las tierras.</p>
<p>El poeta no es un “pequeño dios”. No, no es un “pequeño dios”. No está signado por un
destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta
es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. El cumple su
majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, como una obligación
comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia
convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de
la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de su mercadería: pan, verdad,
vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su
ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta
tomará parte, los poetas tomaremos parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera.
Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio
que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.</p>
<p>Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me recondujeron al error,
unos y otras no me permitieron – ni yo lo pretendí nunca – orientar, dirigir, enseñar lo que se llama
el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos
vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer,
surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a
la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la
transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que
matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que
posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el
edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el
fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si
suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de
un tembladeral de hojas, de barro, de nubes, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación
opresiva.</p>
<p>En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado
de llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y
– al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación crítica en un mundo deshabitado y,
no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores – sentimos también el compromiso de
recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los
anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como truenos. Necesitamos colmar de
palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la
razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circumstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi
retórica, no vendrían a ser sino actos los más simples del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos
quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo:
cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signo de reunión donde se cruzaron los caminos, o corno
fragmento de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.</p>
<p>Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi
actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos
fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de
América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con
sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios
a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara y levante objeciones amargas o amables, lo cierto
es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la
oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no
saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres
integrales.</p>
<p>Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más
puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que
de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.</p>
<p>Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanzas solitarias. En todo
hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la
velocidad de la historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquier forma al
pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia
me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi
país? Hay que mirar al mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del
espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se nieguen a compartir el pasado de oprobio y de saqueo
que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.</p>
<p>Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes que reiterar la adoración hacia el
individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a
trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza, cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos
recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la
fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las
ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.</p>
<p>Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta
profecía: “<i>A l’aurore, armes d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides
Ville</i>s”. “Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas
ciudades”.</p>
<p>Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el Vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos
los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y
lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta
aquí con mi poesía, y también con mi bandera.</p>
<p>En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas que el entero
porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: sólo con una <i>ardiente paciencia</i> conquistaremos la
<i>espléndida</i> ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.
</p>
<p>Así la poesía no habrá cantado en vano.</p>
</div>
</article>
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<p>Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes
al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos
hasta tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza
el norte nevado del planeta.</p>
<p>Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos,
hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques
cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los
signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo
buscábamos en ondulante cabalgata – eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos,
requerios inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien – el derrotero de mi propia libertad. Los que me
acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros,
montados en sus caballos, marcaban de un machetazo aquí y allá, las cortezas de los grandes árboles, dejando
huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino.</p>
<p>Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las
grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran
una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una
creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia
de mi misión.</p>
<p>A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e
ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por
las tremendas tormentas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete
pisos de blancura.</p>
<p>A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos
de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos
túmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para
siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las
cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coniferas inmensas,, desde los robles cuyo último
follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una
tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
</p>
<p>Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan
su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad
que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los
caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente
por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por
mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos
que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa :</p>
<p>– Tuvo mucho miedo?</p>
<p>– Mucho. Creí que había llegado mi última hora – dije.</p>
<p>– Ibamos detrás de usted con el lazo en la mano – me respondieron.</p>
<p>– Ahí mismo – agregó uno de ellos – cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo
mismo con usted.</p>
<p>Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o
un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada,
de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los
desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras; más de una vez me vi arrojado
del caballo y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el
vasto, el espléndido, el difícil camino</p>
<p>Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como una singular visión, llegamos a una
pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres,
rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje</p>
<p>Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de
sagrada tuvo aún la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del
recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno
por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda
destinada a toscos ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las
órbitas del toro muerto.</p>
<p>Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e
iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella
circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera
imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que
había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.</p>
<p>Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a
las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación
humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer
vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al claror de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la
habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras
del techo un humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos
acumulados por quienes los cuajaron en aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos
hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de
las brasas y de la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de
amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de
donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida. Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del
fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego
cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos
pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos
acogió en su seno.</p>
<p>Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos,
bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornada que me separarían de aquel eclipse de
mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos
empujaba hacia el gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los
montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el
techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro
ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese “nada más”, en ese silencioso nada
más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.</p>
<p>Señoras y Señores:</p>
<p>Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni
siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si
he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y
en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna
parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para
explicarme a mí mismo.</p>
<p>En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las
aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por
parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad
del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo está sostenido – el
hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesía – en una comunidad cada vez más extensa,
en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera la poesía
los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí
al cruzar un río vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora
de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros
seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví
o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad, los versos que experimenté en aquel
momento, las experiencias que canté más tarde.</p>
<p>De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad
inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar
la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar
torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de
la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.</p>
<p>En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de
la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones
tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de
ellos se detuvo en acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podía gastarse la vida defendiéndose de
recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales
extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de
concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para
entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos: y esto rige para todas las épocas y para
todas las tierras.</p>
<p>El poeta no es un “pequeño dios”. No, no es un “pequeño dios”. No está signado por un
destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta
es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. El cumple su
majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, como una obligación
comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia
convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de
la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de su mercadería: pan, verdad,
vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su
ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta
tomará parte, los poetas tomaremos parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera.
Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio
que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.</p>
<p>Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me recondujeron al error,
unos y otras no me permitieron – ni yo lo pretendí nunca – orientar, dirigir, enseñar lo que se llama
el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos
vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer,
surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a
la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la
transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que
matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que
posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el
edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el
fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si
suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de
un tembladeral de hojas, de barro, de nubes, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación
opresiva.</p>
<p>En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado
de llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y
– al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación crítica en un mundo deshabitado y,
no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores – sentimos también el compromiso de
recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los
anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como truenos. Necesitamos colmar de
palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la
razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circumstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi
retórica, no vendrían a ser sino actos los más simples del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos
quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo:
cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signo de reunión donde se cruzaron los caminos, o corno
fragmento de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.</p>
<p>Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi
actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos
fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de
América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con
sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios
a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara y levante objeciones amargas o amables, lo cierto
es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la
oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no
saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres
integrales.</p>
<p>Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más
puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que
de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.</p>
<p>Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanzas solitarias. En todo
hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la
velocidad de la historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquier forma al
pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia
me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi
país? Hay que mirar al mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del
espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se nieguen a compartir el pasado de oprobio y de saqueo
que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.</p>
<p>Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes que reiterar la adoración hacia el
individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a
trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza, cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos
recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la
fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las
ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.</p>
<p>Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta
profecía: “<i>A l’aurore, armes d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides
Ville</i>s”. “Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas
ciudades”.</p>
<p>Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el Vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos
los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y
lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta
aquí con mi poesía, y también con mi bandera.</p>
<p>En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas que el entero
porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: sólo con una <i>ardiente paciencia</i> conquistaremos la
<i>espléndida</i> ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.</p>
<p>Así la poesía no habrá cantado en vano.</p>
</div>
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"header-summary": "Nobel Lecture, December 13, 1971. From Les Prix Nobel en 1971, Editor Wilhelm Odelberg, [Nobel Foundation], Stockholm, 1972",
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